
Escena de Antes y después de odiarte_
Dos horas después, Anne se disculpaba por teléfono.
—Lo siento, Lourdes. Me he entretenido con el catálogo. Pero es que tiene unos diseños, preciosos. Te va a embrujar —decía mientras introducía la taza en el lavavajillas—. Esa empresa tiene verdaderos artistas. Por mi parte estaría encantada de trabajar con ellos.
—Luego lo miramos, cielo. Aunque, si a ti te gusta, seguro que yo pienso lo mismo —dijo Lourdes con voz calmada—. Y no te preocupes por la tardanza. No tenemos nada pendiente y de momento la tienda está vacía.
Continuaron hablando a la vez que Anne ponía un poco de orden en la cocina. Aún tenía que hacer la cama, ducharse, vestirse y llegar hasta la tienda en la calle Ercilla. Le gustaba ir caminando, ensancharse los pulmones con el aire fresco de la mañana y disfrutar del bullicio con el que comenzaba a llenarse la ciudad.
Al cabo de veinte minutos salía del portal, en Botica Vieja, frente a los jardines que separan la calle de la ría y del Palacio Euskalduna. Una ráfaga de viento le agitó su cabello castaño y se detuvo sin llegar a pisar la acera. Sujetó el catálogo entre las rodillas y mordió con fuerza el asa del bolso. Con las dos manos libres, se agarró la melena, la enrolló como si tratara de escurrirla y se la metió bajo su abrigo gris, de moahir.
No percibió la ira con la que unos ojos azules observaban sus gestos.
El peligro no siempre se huele. El sexto sentido no siempre funciona.
La actitud, casi siempre alerta de Anne, esa mañana se distrajo. Ella condujo su mirada en dirección al parque y los jardines, pero alzó la vista. Le gustaba contemplar el movimiento de las copas de los árboles cuando las agitaba el viento. No prestó atención a la figura alargada y oscura que apoyaba la espalda en el tobogán rojo.
Pasó sobre su cabeza la correa de su bolso y se la puso a modo de bandolera. Se colocó con tranquilidad los guantes y recuperó el catálogo de entre sus piernas. Inspiró, satisfecha, y se apartó de la protección que le daba el edificio. Una mirada de hielo la acompañó mientras se dirigía al puente levadizo que une el barrio de Deusto con el centro de Bilbao.
Mikel no estaba preparado para el impacto que sintió al verla. No había contado con que la encontraría con tanta rapidez. Ni siquiera había estado seguro de que ese fuera en realidad su domicilio. ¡Le había mentido en tantas cosas! Pero sí. Aquella había sido y seguía siendo su casa. La suerte, por una vez en la vida, estaba de su parte. Lo que había creído que sería una espera larga e inútil, había resultado ser breve y provechosa.
Pero le había pillado desprevenido. Verla fue como un estallido de furia, de rencor, de sufrimiento, de recuerdos... Un temblor incontrolado se apoderó de sus dedos. Sujetó el cigarrillo entre los labios y metió las manos en los bolsillos. Para no salir tras ella, se apretó contra la bajada del tobogán hasta que el borde redondeado se le clavó en la espalda. La había encontrado dichosa, como si las vidas que había destrozado no contaran. Y deseó acercarse, mirarla a los ojos y decirle que el momento de ajustar cuentas había llegado. Que riera mientras le quedara tiempo, porque después solo podría llorar. Que él llevaba años viviendo con un solo propósito: acabar con ella.
Sin embargo, no se movió. Permaneció encogido y tenso bajo su cazadora de cuero negro y su gorro de lana. Observó de lejos su figura poco nítida y dejó que el resentimiento le fuera empapando hasta desbordarle. Se recreó con la dolorosa sensación. Sabía que cuanto más la odiara más certero estaría en su venganza.
Anne llegó a la escalera de caracol. Él arrojó el cigarro al suelo y corrió. Atravesó la carretera sorteando coches y se arrimó a los edificios de Botica Vieja. Avanzó con la rapidez de un felino mientras ella ascendía. Cuando comenzó a cruzar sobre el puente, él ya estaba debajo, fuera de su área de visión.
Con el mismo cuidado la siguió por las calles de Bilbao. Los semáforos fueron una zona de riesgo. Si ella los tropezaba en rojo, él se detenía. No podía acortar distancias. Alzaba el cuello de su cazadora y trataba de pasar desapercibido. Si los encontraba en verde, a él se le cerraban y los atravesaba esquivando el tráfico para no perderla.
Además estaba lo de su visión. La persecución le había demostrado que era cierto lo que había escuchado durante años: la prisión anula la capacidad de ver de lejos con nitidez.
No se le daba bien el acecho. Más que cazador, él había sido presa arrinconada. Pero ahora se invertía esa malentendida cadena de supervivencia. Ahora él no tenía nada que perder. Ahora él pasaba a ser la alimaña sin corazón.
Llegaron a la zona peatonal de la calle Ercilla. Allí fue más sencillo seguirla, mezclado entre el gentío que entraba y salía de los comercios. Ella entró en uno.
Mikel se encajó el gorro hasta los ojos. Se aseguró que el cuello le cubriera hasta la nariz, y pasó ante la puerta delantera y el escaparate.
Una mirada disimulada y rápida y retuvo todos los detalles.
Ella hablaba con la dependienta mientras parecía examinar una pieza de tela que estaba sobre el mostrador. Era evidente que aquel espacio lleno de tejidos, pequeños muebles y adornos era una cuidada tienda de decoración, y que ella estaba allí porque estaba haciendo cambios en su viejo piso.
Recordó el último en el que Manu y él vivieron. Fue el primero, de los hogares en los que habían pasado la vida, que ellos mismos eligieron. El que amueblaron siguiendo sus propias ideas, gastando su propio dinero. El lugar en el que pusieron sus esperanzas. Demasiadas esperanzas que no llegaron a cumplirse.
Era injusto, pensó. Que ella lo tuviera todo mientras a él no le quedaba nada, era injusto, pero no era algo nuevo. Solo tenía siete años cuando descubrió que la vida ni es justa ni es fácil.
Resopló para expulsar un poco del veneno que le estaba nublando la razón. Tenía que apartarse de ella para no hacer una tontería que lo estropeara todo. Además, ya había visto suficiente, al menos de momento.
Se preparó para pasar de nuevo ante el escaparate. Esta vez no miraría. Simplemente se alejaría de allí. Inspiró y se frotó las manos, una contra otra. No entendía por qué no dejaban de temblar. Las metió en los bolsillos de su cazadora, alzó los hombros y bajó la cabeza.
Caminó despacio, camuflado entre sus ropas, consciente de que en algún momento Anne podría poner sus ojos en él.
Un fuerte golpe en el hombro le desestabilizó.
Se detuvo y miró hacia el tipo que había pretendido atravesarle. Su rostro se quedó lívido. Sus manos se crisparon en el interior de los bolsillos y el temblor cesó. Inmóvil ante la puerta, le miró entrar mientras recordaba la primera vez que lo vio.
Fue en el piso de Anne. Una tarde. No habían quedado, pero necesitaba verla, escuchar su voz, su risa; acariciarla... Llevó un gran ramo de rosas rojas que interpuso entre su rostro y la puerta, para que fueran lo primero que ella viera. Pero ni siquiera las miró. Estaba demasiado nerviosa. En lugar de echarse a sus brazos, tartamudeó al preguntar qué hacía él allí. Y él, como un tonto, dejó caer las flores en la entrada, la besó, la cogió por la cintura y la arrastró por el pasillo mientras le decía que estaba loco por ella.
El juego cesó en cuanto alcanzaron la cocina.
El tipo estaba allí, de pie, junto a la ventana, con una copa en la mano. Su actitud era desafiante. Su mirada estaba cargada de odio. ¿Qué está pasando aquí?, se preguntó mientras soltaba a Anne y se mantenía firme, aceptando un desafío que no entendía.
Fue ella quien rompió el incómodo silencio. Lo hizo a la vez que se bajaba la camiseta que había terminado enrollada a la altura del sujetador.
—Te presento a Carlos —dijo con voz temblorosa—. Es un amigo.
Pero él no la creyó. No pudo hacerlo después de verla alarmada, confusa.
Después, la desconfianza y los celos no le dejaron vivir durante días. Pero en algún momento dejó de preocuparse. Ella era convincente cuando a él le asaltaban las dudas. A su incansable respuesta, es un amigo, le seguían caricias, besos, palabras de amor, noches apasionadas.... ¡Cómo no iba a creerla, si le juraba que le amaba con toda el alma, si se abandonaba a él con un ardor imposible de fingir, si el tipo no volvió a aparecer... hasta el final!
Alejó los recuerdos cuando vio a Carlos dentro de la tienda. Abrazaba a Anne mientras ella reía. Echaba la cabeza hacia atrás y reía como había hecho cientos de veces a su lado. Como había hecho mientras le engañaba y abría para él las puertas del infierno.
Apretó los dientes hasta que el chirrido le perforó el cerebro. Asqueado y furioso, retiró la mirada y comenzó a caminar hacia la Plaza Moyúa. No podía estar allí más tiempo sin que la cólera le devorara. No podía soportar ser testigo de que nada había cambiado para ella durante los cuatro años que él había subsistido entre tinieblas.
Ángeles Ibirika©