El 8 de marzo de 1857, un grupo de obreras textiles tomó la difícil decisión de salir a las calles de Nueva York para protestar por las míseras condiciones en las que trabajaban. Fue la primera lucha femenina contra las desigualdades.
Más movimientos igual de polémicos, para aquellos tiempos, fueron aconteciendo a partir de esa fecha. Hasta el 5 de marzo de 1908, en Nueva York. Entonces, la huelga de un grupo de mujeres que reclamaba igualdad salarial y disminución de la jornada laboral a 10 horas, enfureció a hombres que tenían totalmente asumido que la mujer era un ser inferior, que prácticamente no era nadie. Y uno de esos hombres prendió fuego a su propia fábrica de Sirtwoot Cotton, quemando vivas a un centenar de sus trabajadoras.
La lucha por las desigualdades no ha acabado, y mucho me temo que no acabará nunca. Incluso en los países llamados del primer mundo en los que se presume de civismo, libertad e igualdad, estas no existen plenamente para la mujer. Muchas veces para nadie. Por eso debemos seguir luchando cada día, unos por grandes cosas y la mayoría de nosotros por cosas pequeñas que terminan siendo las más importantes. Como la educación de nuestros hijos en la igualdad y en el respeto. Pero no solo a la mujer, sino a todos y a todo cuanto nos rodea.
Si las leyes no cambian el mundo, cambiémoslo nosotros.
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