sábado, 26 de septiembre de 2009

Castigador



Le ajustó la máscara de cuero que cubría por completo su cabeza. Con pulso poco firme, deslizó la cremallera que la cerraba por su parte trasera. Le acarició con la yema de los dedos la nunca desnuda.

—¿Te aprieta? —preguntó, temerosa.

—No —respondió él con voz enronquecida—. Está bien, como siempre.

Carla respiró con fuerza. No se acostumbraba al ritual. Era Pablo quien aprisionaba su rostro con ese suave y duro cuero negro, y era ella quien sentía claustrofobia y asfixia.

Él se giró. Cuatro aberturas dejaban al descubierto sus misteriosos ojos verdes, su boca y los orificios de su nariz. Ella sonrió, nerviosa. Al enamorarse de él aceptó que su vida no volvería a ser la tranquila y sosegada que había sido hasta entonces. Pero, aún después de los meses, seguía dominándole el miedo cada vez que comenzaban con los preparativos. A Pablo le gustaba que ella participara desde el comienzo. Quería que le ayudara a encerrarse en la máscara, que tirara de los ajustados pantalones de cuero para deslizarlos por sus musculosas piernas hasta encajarlos en sus caderas como si fueran una segunda piel. En sus burdas expresiones de hombre curtido en antros y tabernas, decía que le ponía cachondo verla con sus elegantes vestidos de marcas caras y su aire de niña rica, educada en los mejores colegios, ajustarle con dedos indecisos su ropa de castigador.

La sintió temblar. La tomó por la cintura y la estrechó contra su torso desnudo.

—Respira —susurró con dulzura. Su boca sonrió en el interior de la máscara—. Respira o te ahogarás antes de tiempo.

—Lo lamento —sacudió la cabeza. Dos diamantes brillaron sobre los lóbulos de sus orejas—. Creo que nunca me acostumbraré a esto.

—Pero sigues haciéndolo una noche tras otra —susurró satisfecho, deslizando las manos por su espalda hasta posarlas en su firme trasero.

—Y lo haré mientras tú quieras —prometió al tiempo que se ponía de puntillas para alcanzar el rostro enmascarado. Pasó los brazos por su cuello y le cubrió la boca con la suya. Besó cuero y labios, saboreó miedo y pasión, y lo hizo con tanta entrega que no reparó que su mejilla cubría los orificios por los que Pablo debía respirar.

Tras unos minutos él se apartó, asfixiado.

—¿Quieres acabar conmigo, aquí, antes de comenzar? —preguntó riendo.

Carla le golpeó el pecho con el puño cerrado.

—¡No digas eso! —protestó angustiada—. Me asustas.

—De acuerdo —la complació él, y la abrazó de nuevo para tranquilizarla—. No lo diré nunca más. Sé lo que te cuesta hacer esto. No creas que no valoro tu devoción.

—Dime que no ocurrirá nada malo y te creeré —pidió, acurrucada contra su pecho.

—Nunca ocurre nada grave —susurró junto a su cuello—. Ya lo sabes —Carla asintió con la cabeza y él sonrió complacido—. Anda, vamos —le pidió, tomándola de nuevo por la cintura.

Ella aspiró una gran bocanada de aire que casi la ahogó. Salieron abrazados, caminaron por el largo pasillo y juntos se detuvieron ante dos grandes puertas metálicas.

—Te quiero —declaró él, mirándola a los ojos—. No lo olvides nunca.

—Y tú no olvides lo que me has prometido —musitó ella con voz temblorosa—: Hoy tampoco ocurrirá nada grave.

Las puertas se abrieron. Los gritos de una multitud enfebrecida llegaron hasta los oídos de Carla, que retrocedió unos pasos; los justos para que la luz de los focos no la alcanzara.

Pablo sacó pecho y levantó los brazos, victorioso, mientras avanzaba por la rampa que conducía al cuadrilátero. Giró sobre sí mismo para saludar a los espectadores que coreaban su nombre de luchador: ¡Castigador, castigador, castigador! En uno de sus giros se detuvo para mirar hacia la oscuridad del pasillo, lanzó un beso con los labios y se llevó la mano a su pecho desnudo, justo sobre su corazón.

Carla esperaría una noche más en los vestuarios, incapaz de contemplar la pelea. Él dejaría que le marcaran el cuerpo con algún golpe sin importancia, para que después ella le abrazara y le llenara de besos.


Ángeles Ibirika©