jueves, 21 de diciembre de 2017

Después de tres años...

Muy buenos y navideños días.
Llevo tres años sin escribir. Tres años clavados, pues terminé de corregir Un refugio en Katmandú justo antes de la Navidad del 2014. Cuando no escribes, las historias te rondan igualmente en la cabeza y, quieras o no, las creas con el pensamiento. Pero, hace dos mañanas, desperté con ganas de contaros una de ellas. Una muy especial. Saqué del cajón de la mesilla un cuaderno y un bolígrafo y, allí, entre las sábanas y sin desayunar, escribí este relato. Sé que os debo mucho más que esto, pero quiero que sepáis que lo he hecho con todo mi corazón. Solo espero que no se note demasiado la falta de práctica.
Os quiero mucho. Os querré siempre.


                Te echo de menos


Te echo de menos. Echo de menos que invadas mi espacio de la cama durante la noche, que me despiertes con besos y que remolonees para levantarte los días de frío intenso como hoy. Te echo de menos mientras me abrigo para caminar hasta la playa y recorrerla viendo amanecer. Te echo de menos en cada paso que doy, dejando mis huellas en la capa de nieve que alcanza la orilla, y me entristezco al no ver a mi lado esas otras huellas más pequeñas y ligeras que tú dejas mientras sonríes y protestas por este aire helador al que no estás acostumbrada. Echo de menos tus chispeantes ojos marrones asomando entre la esponjosa lana del gorro y la bufanda de colores por la que se filtra tu risa.

Te echo de menos.

¿Sabes? Esta es otra de esas blancas, dulces y frías Navidades de cuento. O eso dicen todos aquí. Pero yo no la siento así esta vez. Me faltas tú, y he descubierto que mi espíritu navideño se ha ido contigo.

Si cierro los ojos e inspiro hondo, casi puedo sentir que coges mi mano con tu manopla de lana gris y que caminas a mi lado por la playa, que me acompañas en el regreso a casa, que entras con mi mismo sigilo para no despertar a nuestras chicas. Estos días no trabajo en el aserradero y ellas no tienen instituto. Pero eso ya lo sabes. Si estuvieras aquí les prepararías un desayuno especial con chocolate caliente, galletas con forma de Papa Noel y tortitas recortadas con el molde de estrella… Sonrío al pensar que, por mucho que me esfuerce, el desayuno que yo les prepare no se parecerá ni por asomo al tuyo ni la cocina olerá de aquella manera.

Pero…, una larga y dificultosa hora después, he conseguido que la mesa de la cocina tenga un desayuno que roza el aprobado y que el aire se impregne del olor a las tortitas recién hechas y apenas un poco quemadas. Abro la puerta para que el aroma suba hasta las habitaciones de las chicas y el hambre interrumpa su sueño y las haga bajar. Por si el olor no es lo bastante seductor, enciendo la tele para que el sonido también ayude a despertarlas. 

Son unas niñas. Siguen siendo nuestras niñas, pero ya hablan de chicos, y eso me hace sentir mayor. Y cuando eso ocurre vuelvo a echarte de menos. Echo de menos que te sientes sobre mis piernas, frente a mí, que me rodees con tus brazos y que finjas escrutarme detenidamente en busca de arrugas en mi piel o canas en mi cabello, y que siempre termines con una preciosa sonrisa.

–Ni una. No encuentro ni una. Nuestras hijas van a crecer, se van a enamorar, pero tú y yo no envejeceremos nunca.
 –Mentirosa.

 Te beso la nariz y ríes, y repites que nunca envejeceremos porque nunca dejaremos de mirarnos con el amor del primer día. Que la belleza siempre está en los ojos de quien mira.

 –¡Buen día, papi!

Será un estupendo día, preciosas, respondo mirándolas con sus pijamas arrugados, las melenas revueltas y los ojos todavía perezosos pero con Amanda abriendo el bote de la mermelada de arándanos y hundiendo con glotonería la cuchara.

Y de pronto las dos se paralizan mirando la pantalla del televisor.

 Me vuelvo despacio. La imagen sobrecoge, más aún cuando la observas desde un hogar cálido y tranquilo y con un nutritivo desayuno en la mesa. Es un campo de refugiados en medio de un lodazal provocado por la nieve y las lluvias. Las tiendas de campaña se reflejan en los charcos de agua como frágiles lanchas en un mar oscuro. Después la cámara recorre rostros de hombres y mujeres sumidos en la desolación y el desamparo. Y de pronto los enormes ojos de un niño llenan la pantalla. Un niño que en su corta vida solo ha conocido guerra, bombas, exilio hacia ninguna parte. Un niño sin juguetes, sin escuela, sin paz; un niño sin niñez. Pero cuando se abre el plano aparece su sonrisa y el reluciente balón de fútbol al que se abraza. Las caritas felices de niñas y niños estrechando contra sí juguetes sin barro se van sucediendo a la vez que el comentarista habla de la labor de los voluntarios que han renunciado a sus navidades para llevársela a los niños que no la tienen; que no tienen nada salvo desesperanza.

Y entonces recuerdo una conversación que tuvimos hace años. En la milenaria ciudad de Katmandu donde nos conocimos y nos enamoramos.

 –Todos sabemos que el mundo no es justo, y ni tú ni tu amiga vais a cambiar eso.
–Pecaríamos de soberbia si lo creyéramos. No podemos cambiar el mundo, es cierto, pero sí podemos cambiar el mundo de una persona.

Inspiro para contener la emoción mientras se suceden imágenes de caritas felices, lluvia, barro intransitable, juguetes, cánticos, medicinas, paquetes de comida…

–Estoy muy orgullosa de mamá –suena la voz de Savitri a mi espalda mientras yo miro las conchas de erizo que un día te envié a Katmandú. Las mismas que meses después te condujeron hasta aquí. Las mismas conchas que juntos colgamos en la pared mediante cintas de colores.

Con un nudo en la garganta musito que sí, que todos estamos muy orgullosos de ti. 

Y vuelvo a echarte de menos. Y cierro los ojos para sentir tus brazos rodeando mi cuerpo, tus labios rozando los míos, y me consuelo pensando que no falta mucho para que regreses, y entonces el abrazo será real y tan mágico como lo eres tú. Porque volverá a ocurrir. Volveré a darme cuenta de que cuando te estrecho entre mis brazos después de cada una de tus ausencias, mi alma y mi cuerpo te aman mucho más que cuando te fuiste.


Ángeles Ibirika©