sábado, 19 de diciembre de 2009

Bajo el muérdago

«Si besas a alguien bajo el muérdago, tendrás su amor para siempre», me había dicho Craig la mañana de la Nochebuena en la que cumplí diecisiete años. Recuerdo que olía a invierno, a nieve, al pastel de carne que mamá horneaba en una cocina que no era la suya.

Pienso en ello muchas veces, pero especialmente las mañanas de cada Navidad, como ésta en la que observo a través del cristal frío de la ventana cómo los pájaros picotean los pequeños trocitos de manzana que les he dejado en el alfeizar hace un instante.

Todo alrededor aparece vestido por una suave y esponjosa capa blanca, igual que aquel día, cuando mamá dijo que pasaría a visitar a la enferma señora Wells para conversar un rato y prepararle la cena. Como cada año, lo organizó todo para que mis hermanos y yo nos quedáramos al cuidado de papá. Y, como cada año, insistí en acompañarla hasta que no le quedó otro remedio que aceptar. Y es que, por aquel entonces, yo era capaz de hacer locuras por ver al hijo de la señora Wells, aunque solo fuera de lejos. Con solo pensar en él se me llenaba el estómago de miles de pequeñas mariposas que me dejaban sin respiración, y sentía que solo podría recuperarla cuando lo tuviera al lado.

Craig era diferente al resto de chicos. Lo pensaba cuando estudiábamos en la misma escuela, y lo seguía pensando entonces, que ya estábamos en el instituto. Él me parecía más hombre que los demás, más guapo, más serio y hasta más listo. Mamá solía decir que crecer sin un padre y con una madre permanentemente enferma no era fácil, y que eso le había convertido en un chico responsable. Pero yo presentía que era algo más, algo que tenía que ver con él mismo, con su interior, con «eso» que brillaba en el fondo de sus ojos negros cada vez que me miraba y me sonreía.

Aquel día, mientras mamá preparaba la cena más especial del año, silenciosa y con las manos sobre mi corazón para que nadie escuchara sus agitados latidos, volví a espiar a Craig. Me emocionó la ternura con la que hablaba a su madre y le ahuecaba los almohadones bajo la cabeza, y me pareció más hermoso y más hombre que nunca.

Aún me duraba la emoción cuando, un rato después, le vi pasar con un ramillete de muérdago. Ignorando mi naturaleza tímida, hice acopio de valor y avancé por el pasillo hasta llegar a su lado. Lo encontré con los brazos alzados, sujetando el manojo verde sobre el dintel. La puerta estaba abierta. El aire danzaba acompañado de minúsculas partículas de nieve que se pegaban al rostro y penetraban por los poros. Yo temblaba, pero recuerdo bien que no era de frío.

A la vez que le contemplaba enrollar los tallos con un trozo de cordel rojo, traté de imaginar cómo sería una Nochebuena en esa casa, con la señora Wells en la cama. ¿La ayudaría Craig a levantarse y caminar hasta la cocina? ¿Llevaría la cena al cuarto para tomarla con ella?

Por más que lo intenté, no pude concebir una Nochebuena así. Las nuestras eran siempre bulliciosas. Lo primero que hacíamos al sentarnos a la mesa, era rezar, dirigidos por papá y mamá. Dábamos gracias por todo cuanto teníamos, y rogábamos para que el resto de los niños del mundo jamás tuvieran menos. Luego llegaba el regocijo, con mis hermanos pequeños empeñados en cantar los villancicos antes de que llegara el postre. Después, abríamos los regalos.

No. Yo no alcanzaba a suponer cómo eran las Nochebuenas en aquel hogar. Ni podía explicarme por qué Craig tenía siempre aquella luz tan especial, tan dichosa, tan perfecta.

—¿Te han besado alguna vez debajo de una ramita de éstas? —preguntó al reparar en que las miraba casi con embeleso.

Yo agité la cabeza con fuerza, con la esperanza de que así no pudiera apreciar que mis mejillas se habían vuelto tan rojas como las guindas que mamá ponía en sus pasteles.

—Nunca. Nunca, nunca —repetí como una boba, sintiendo que las mariposas revoloteaban hacia mi garganta, cosquilleando a su paso en mi corazón.

Él sonrió, y yo sentí que me flaqueaban las piernas.

—¿Y te han besado sin muérdago? —volvió a preguntar cuando, tras terminar de anudar el cordel, apoyó la espalda en un lado de la puerta al tiempo que introducía las manos en los bolsillos, con aspecto de chico mayor.

Pensé que estaba intentando decidir si yo seguía siendo una niña o me podía considerar ya una mujer.

—Cientos de veces —respondí, alzando la barbilla—. Me han besado cientos de veces.

Craig se echó a reír con suavidad, y yo deseé que me engullera la tierra. «Tonta, tonta, tonta», me repetí sin descanso. «No te ha creído, y ahora piensa que eres una chiquilla idiota.»

Pero él continuó mirándome con aquel brillo misterioso que iluminaba el fondo de sus ojos negros, y sonriéndome con la felicidad de quien no necesita más porque siente que ya lo tiene todo.

—Si besas a alguien bajo el muérdago, tendrás su amor para siempre —susurró como yo había visto hacer en las películas que papá y mamá se empeñaban en que no viera.

No me dio tiempo a responder, aunque, de todos modos, aún dudo que hubiera encontrado palabras para hacerlo. Sin abandonar su maravillosa sonrisa, entró en la casa, dejando ante mí la puerta abierta. El viento, envidioso, me envolvió con fuerza cuando él me rozó con su brazo al pasar por mi lado. Fue un roce leve, fugaz, pero tan intenso e inesperado que me dejó sin respiración.

Me coloqué bajo él muérdago y cerré los ojos. Inspiré profundamente mientras escuchaba la voz de mamá que se despedía. Continuaba oliendo a invierno, a nieve, a pastel de carne recién horneado, a... «¿a Craig?» pensé, y antes de que pudiera reaccionar sentí sus labios sobre los míos, suaves, húmedos, calientes... «¿Así son los besos?» , me pregunté sin atreverme a abrir los ojos.

—Para siempre —le oí susurrar...

...y volvió a besarme.

Fue el segundo beso de mi vida, el segundo beso con él, el segundo beso bajo el muérdago...

Han transcurrido treinta y dos años desde aquella mañana, y lo recuerdo como si acabara de pasar: Los labios de Craig, su prisa por apartarse cuando sonaron los pasos de mamá que se acercaba, su sonrisa de complicidad mientras yo trataba de recomponerme, el modo en el que se quedó mirando mientras las dos nos alejábamos.

Sí. Ya han pasado treinta y dos años en los que no he dejado de trocear manzanas en pequeños pedacitos para que los pájaros se alimenten en mi ventana durante el riguroso invierno. Treinta y dos años en los que la algarabía de mi hogar no me ha hecho olvidar a los que, como entonces Craig, tienen menos y a pesar de ello conservaban la maravillosa capacidad de ser felices. Treinta y dos años en los que, como hizo mamá, he disfrutado compartiendo todo cuanto tengo.

Desde aquel día, no ha faltado el muérdago en la puerta de entrada a casa, ni el pastel de carne en la cena de Nochebuena. Y, como no, desde aquel día, él me ha besado cientos de veces bajo las tiernas ramitas verdes atadas con un cordel, y, cada vez que lo hace, espera a que yo abra los ojos, me mira con los suyos, negros, misteriosos y brillantes, y me susurra, como en las películas: «para siempre»




Ángeles Ibirika©


jueves, 17 de diciembre de 2009

Entrevista en el blog de Nieves Hidalgo


Cuando leí la primera novela de Nieves Hidalgo, pensé que debía ser una persona con un gran corazón. He comprobado, y lo sigo haciendo, que cuando se conoce a una autora se la identifica a la perfección con su modo de escribir. Por eso, estaba segura de que alguien que escribe con la sensibilidad con la que ella lo hace, debía ser muy especial.

Cuando tuve la suerte de conocerla, comprobé que estaba equivocada. A veces, una escritora puede tener un corazón infinitamente más grande que el que muestran sus creaciones. Nieves lo tiene. Es grande, es humilde, es generosa. Es ese amor de mujer que cualquier hombre desearía tener al lado, y cualquier mujer querría tener como amiga.

Hoy, Nieves, que hace tiempo me abrió un rinconcito de su corazón, me ha abierto las puertas de su blog y me ha hecho una preciosa entrevista que podéis leer aquí:

Nieves Hidalgo/autora-Ángeles Ibirika

Gracias, Nieves, por tu amistad, y por creer en mí más de lo que lo hago yo misma.