sábado, 31 de diciembre de 2011

Feliz año nuevo, y millones de gracias






¡Gracias a todos por tantas y tantas cosas extraordinarias que os debo!

El 2010 fue un año sorprendente y maravilloso que comenzó con la publicación de «Entre Sueños» y que me llevó a hacer cosas con las que nunca había soñado y, de modo muy especial a conoceros a muchos de vosotros. Hasta entonces la palabra GRACIAS nunca me había parecido tan pequeña, y es que no se ha inventado la que entregue, de verdad, un poco de todo lo que me dais cada día.

Si el 2010 fue sorprendente y mágico, el 2011 fue impresionante. Y no solo por la publicación de «Antes y después de odiarte» o por todas las cosas emocionantes que hice o a todos los nuevos y fantásticos amigos que fuisteis llegando a mi vida. No. Fue sorprendente porque, cuando ya pensaba que no podía recibir más, me siguió llegando vuestro cariño y vuestro apoyo; también desde entrañables países de Latinoamérica. Son pocos los días que no recibo emails y mensajes con palabras que no sé cómo agradecer.

Y ahora llega el 2012. Y llega con la promesa de ser más alucinante aún, con nuevos proyectos y vertiginosos desafíos que, si queréis y confiáis aún en mí, seguiremos viviendo juntos. Pues, como nunca me cansaré de repetir, mis logros son en gran parte vuestros. Yo sola jamás lo habría conseguido, y os aseguro que eso no lo olvidaré nunca.

Feliz Fin de Año a todos, y más Feliz aún entrada en el nuevo. Pero no solo para ese primer 1 de enero. No. Os deseo Felicidad, paz y amor para todos y cada uno de los días del resto de vuestra vida. Os merecéis lo mejor, y sé que lo tendréis.

Y dejadme que os dé, a cada uno, uno de esos abrazos gigantes de oso que te envuelven entera y que te hacen sentir tan bien que te dan ganas de quedarte ahí, quietecita, durante el resto de la eternidad.

GRACIAS de todo corazón.



domingo, 25 de diciembre de 2011

¡Feliz Navidad!



¡Feliz Navidad!

No podía acostarme sin decirlo. Aunque me muera de sueño, aunque me echen de la cama si me retraso (risas). Aunque mañana me cueste levantarme… tenía que pasar a desearos todo lo mejor. Y es que últimamente ando tan liada que no tengo tiempo ni para pasar por el blog. Espero y deseo que esto cambie pronto. Los motivos de tanto lío son buenísimos (y para mí sorprendentes e inesperados), y los sabréis en cuanto pueda decirlos.

Aún recuerdo mi primera Navidad aquí, unos 15 días antes de que me dijeran que me publicaban mi primera novela, Entre Sueños. Entonces tuve tiempo de contar una historia que acontecía durante una Navidad. Si me organizo como debo, y como quiero, volveré a tener tiempo para escribir relatos cortos. De momento, y aunque aquel relato navideño está por ahí abajo, permitirme que vuelva a colgarlo.

Y, justo antes de acostarme, os deseo una Feliz Navidad. Y un feliz día siguiente. Y también el siguiente. Deseo que vuestra vida esté llena a rebosar de días felices, de momentos irrepetibles, de amor desinteresado, de miradas y sonrisas impagables. No es difícil conseguir esto. Solo tenemos que saber que la felicidad no suele ser continua. Y que si saboreamos cada instante especial y olvidamos con rapidez los malos, tendremos una vida feliz y perfecta.

¡Ummmm! Juro que solo he bebido agua, así que debe ser el sueño el que me ha puesto charlatana (risas). Os dejo con el relato y me voy a dormir. ¡Buenas noches, Feliz Navidad y Feliz toda una vida!


Bajo el muérdago

«Si besas a alguien bajo el muérdago, tendrás su amor para siempre», me había dicho Craig la mañana de la Nochebuena en la que cumplí diecisiete años. Recuerdo que olía a invierno, a nieve, al pastel de carne que mamá horneaba en una cocina que no era la suya.

Pienso en ello muchas veces, pero especialmente las mañanas de cada Navidad, como ésta en la que observo a través del cristal frío de la ventana cómo los pájaros picotean los pequeños trocitos de manzana que les he dejado en el alfeizar hace un instante.

Todo alrededor aparece vestido por una suave y esponjosa capa blanca, igual que aquel día, cuando mamá dijo que pasaría a visitar a la enferma señora Wells para conversar un rato y prepararle la cena. Como cada año, lo organizó todo para que mis hermanos y yo nos quedáramos al cuidado de papá. Y, como cada año, insistí en acompañarla hasta que no le quedó otro remedio que aceptar. Y es que, por aquel entonces, yo era capaz de hacer locuras por ver al hijo de la señora Wells, aunque solo fuera de lejos. Con solo pensar en él se me llenaba el estómago de miles de pequeñas mariposas que me dejaban sin respiración, y sentía que solo podría recuperarla cuando lo tuviera al lado.

Craig era diferente al resto de chicos. Lo pensaba cuando estudiábamos en la misma escuela, y lo seguía pensando entonces, que ya estábamos en el instituto. Él me parecía más hombre que los demás, más guapo, más serio y hasta más listo. Mamá solía decir que crecer sin un padre y con una madre permanentemente enferma no era fácil, y que eso le había convertido en un chico responsable. Pero yo presentía que era algo más, algo que tenía que ver con él mismo, con su interior, con «eso» que brillaba en el fondo de sus ojos negros cada vez que me miraba y me sonreía.

Aquel día, mientras mamá preparaba la cena más especial del año, silenciosa y con las manos sobre mi corazón para que nadie escuchara sus agitados latidos, volví a espiar a Craig. Me emocionó la ternura con la que hablaba a su madre y le ahuecaba los almohadones bajo la cabeza, y me pareció más hermoso y más hombre que nunca.

Aún me duraba la emoción cuando, un rato después, le vi pasar con un ramillete de muérdago. Ignorando mi naturaleza tímida, hice acopio de valor y avancé por el pasillo hasta llegar a su lado. Lo encontré con los brazos alzados, sujetando el manojo verde sobre el dintel. La puerta estaba abierta. El aire danzaba acompañado de minúsculas partículas de nieve que se pegaban al rostro y penetraban por los poros. Yo temblaba, pero recuerdo bien que no era de frío.

A la vez que le contemplaba enrollar los tallos con un trozo de cordel rojo, traté de imaginar cómo sería una Nochebuena en esa casa, con la señora Wells en la cama. ¿La ayudaría Craig a levantarse y caminar hasta la cocina? ¿Llevaría la cena al cuarto para tomarla con ella?

Por más que lo intenté, no pude concebir una Nochebuena así. Las nuestras eran siempre bulliciosas. Lo primero que hacíamos al sentarnos a la mesa, era rezar, dirigidos por papá y mamá. Dábamos gracias por todo cuanto teníamos, y rogábamos para que el resto de los niños del mundo jamás tuvieran menos. Luego llegaba el regocijo, con mis hermanos pequeños empeñados en cantar los villancicos antes de que llegara el postre. Después, abríamos los regalos.

No. Yo no alcanzaba a suponer cómo eran las Nochebuenas en aquel hogar. Ni podía explicarme por qué Craig tenía siempre aquella luz tan especial, tan dichosa, tan perfecta.

—¿Te han besado alguna vez debajo de una ramita de éstas? —preguntó al reparar en que las miraba casi con embeleso.

Yo agité la cabeza con fuerza, con la esperanza de que así no pudiera apreciar que mis mejillas se habían vuelto tan rojas como las guindas que mamá ponía en sus pasteles.

—Nunca. Nunca, nunca —repetí como una boba, sintiendo que las mariposas revoloteaban hacia mi garganta, cosquilleando a su paso en mi corazón.

Él sonrió, y yo sentí que me flaqueaban las piernas.

—¿Y te han besado sin muérdago? —volvió a preguntar cuando, tras terminar de anudar el cordel, apoyó la espalda en un lado de la puerta al tiempo que introducía las manos en los bolsillos, con aspecto de chico mayor.

Pensé que estaba intentando decidir si yo seguía siendo una niña o me podía considerar ya una mujer.

—Cientos de veces —respondí, alzando la barbilla—. Me han besado cientos de veces.

Craig se echó a reír con suavidad, y yo deseé que me engullera la tierra. «Tonta, tonta, tonta», me repetí sin descanso. «No te ha creído, y ahora piensa que eres una chiquilla idiota.»

Pero él continuó mirándome con aquel brillo misterioso que iluminaba el fondo de sus ojos negros, y sonriéndome con la felicidad de quien no necesita más porque siente que ya lo tiene todo.

—Si besas a alguien bajo el muérdago, tendrás su amor para siempre —susurró como yo había visto hacer en las películas que papá y mamá se empeñaban en que no viera.

No me dio tiempo a responder, aunque, de todos modos, aún dudo que hubiera encontrado palabras para hacerlo. Sin abandonar su maravillosa sonrisa, entró en la casa, dejando ante mí la puerta abierta. El viento, envidioso, me envolvió con fuerza cuando él me rozó con su brazo al pasar por mi lado. Fue un roce leve, fugaz, pero tan intenso e inesperado que me dejó sin respiración.

Me coloqué bajo él muérdago y cerré los ojos. Inspiré profundamente mientras escuchaba la voz de mamá que se despedía. Continuaba oliendo a invierno, a nieve, a pastel de carne recién horneado, a... «¿a Craig?» pensé, y antes de que pudiera reaccionar sentí sus labios sobre los míos, suaves, húmedos, calientes... «¿Así son los besos?» , me pregunté sin atreverme a abrir los ojos.

—Para siempre —le oí susurrar...

...y volvió a besarme.

Fue el segundo beso de mi vida, el segundo beso con él, el segundo beso bajo el muérdago...

Han transcurrido treinta y dos años desde aquella mañana, y lo recuerdo como si acabara de pasar: Los labios de Craig, su prisa por apartarse cuando sonaron los pasos de mamá que se acercaba, su sonrisa de complicidad mientras yo trataba de recomponerme, el modo en el que se quedó mirando mientras las dos nos alejábamos.

Sí. Ya han pasado treinta y dos años en los que no he dejado de trocear manzanas en pequeños pedacitos para que los pájaros se alimenten en mi ventana durante el riguroso invierno. Treinta y dos años en los que la algarabía de mi hogar no me ha hecho olvidar a los que, como entonces Craig, tienen menos y a pesar de ello conservaban la maravillosa capacidad de ser felices. Treinta y dos años en los que, como hizo mamá, he disfrutado compartiendo todo cuanto tengo.

Desde aquel día, no ha faltado el muérdago en la puerta de entrada a casa, ni el pastel de carne en la cena de Nochebuena. Y, como no, desde aquel día, él me ha besado cientos de veces bajo las tiernas ramitas verdes atadas con un cordel, y, cada vez que lo hace, espera a que yo abra los ojos, me mira con los suyos, negros, misteriosos y brillantes, y me susurra, como en las películas: «para siempre»



Ángeles Ibirika©


lunes, 12 de diciembre de 2011

Premios Dama 2011 para Antes y después de odiarte


- Premios Dama 2011 para Antes y después de odiarte -

Hoy se han hecho públicos los Premios Dama, y, aunque me sentía ya premiada por el hecho de tener cuatro nominaciones, debo confesaros que me ha emocionado mucho descubrir que he recibido dos estatuillas muy importantes.

A la Mejor Novela Romántica Nacional del año
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A la Mejor Novela Romántica Contemporánea

Y son importantes porque en el primer premio Antes y después de odiarte ha sido elegida la mejor novela romántica de entre las publicadas por muchas y magníficas autoras españolas, y porque en el segundo estaban todas las novelas románticas contemporáneas publicadas, extranjeras incluidas, entre las que hay grandísimas escritoras consagradas a las que todos adoramos.

En este enlace podéis ver al resto de premiadas, entre las que están las españolas Lena Valenti y Megan Maxwell. El resto de premiadas son extranjeras, pero esperemos que esto vaya cambiando poco a poco.
- Premios Dama 2011 -


Gracias, una vez más y siempre, por vuestro apoyo. Sin vosotros nada de esto hubiera sido posible. Los premios, y todo lo bueno que venga, son tan vuestros como míos. Y gracias también por vuestros maravillosos emails que a veces tardo en responder por falta de tiempo, gracias de corazón por todo. Sois los mejores lectores que nadie podría desear.